Tennessee era de lo mejor que ha dado el género teatral. Un genio que, como esas almas errantes que aparecen en sus obras y que no son otra cosa que reflejos de sí mismo, llegaba todo lo lejos que su cuerda le permitía. Todos somos como esa iguana atada, que no puede andar más allá del extremo de la cuerda que la retiene. A menos que Dios juegue a ser Dios y la libere.Los elementos comunes que nunca faltaban en un pulsante drama de Williams eran el calor tórrido, la adicción a la sustancias que proporcionan evasión (el alcohol sobre todo) y los espíritus alborotados y en continua búsqueda. El dramaturgo se retrataba, pedazo aquí pedazo allá, con recurrente insistencia y con una sagaz, irónica, despiadada y agridulce introspección.El gran artista consumido por sus diablos interiores resultó ser uno de los más lúcidos visionarios del dolor humano.Una obra de la magnitud de “La noche de la iguana” significaba un desafío nada nimio para quien se interesara en llevarla al cine. Williams era un reto espléndido para cualquier director que soñara con aunar literatura y cine en una fusión gloriosa. Otros ya habían ofrecido su admirado tributo al insigne dramaturgo con rendido respeto a la esencia de sus creaciones, como Elia Kazan (“Un tranvía llamado deseo”), Joseph L. Mankiewicz (“De repente, el último verano”) o Richard Brooks (“La gata sobre el tejado de zinc”).Huston también se atrevió a hincarle el diente. Sabía que debería estar a la altura. Y lo estuvo. Vaya si lo estuvo. Su película es de lleno el universo Tennessee. Y nos atrae a él como la serpiente es atraída por la flauta del encantador.Para comenzar con los puntos fuertes, tenemos ante nosotros una fotografía de lujo. Un blanco y negro límpido y osado, tan mórbido como poético, tan exuberante como casi ascético. Un objetivo atrevido, descarado, franco, que sabe cuándo coger el toro por los cuernos y cuándo entrar en la sutileza y en la discreción. Y para seguir con los elogios, está un Richard Burton que clava al descreído reverendo Shannon con toda la ácida comicidad de un personaje a medio camino entre las dudas de fe, la autodestrucción y el gusto por los placeres mundanos. Con esos matices de humor del fracasado que opta por reírse de su sombra, Shannon es el antihéroe desaliñado de mente y de cuerpo, que destila un magnetismo casi animal, rotundo. Una muy lograda caracterización para un personaje medio derrotado, medio vividor que no puede sustraerse a la belleza, ni a las tretas hábiles del escape que se halla en el fondo de una botella.
Ava Gardner, otra emblemática figura, derrocha una femineidad salvaje, una sexualidad vehemente y madura, sin medias tintas. Ya imagino las voces que se elevarían por parte de los sectores más puritanos de la crítica, pues se afrontan los impulsos de la libido sin ñoñerías, y lo más sorpendente: sin mostrar más escenas subidas de tono que unos besos robados entre una chica ligera de cascos y Burton, y un fugaz baño de mar de Ava con dos muchachos, insinuando claramente un “ménage à trois”. Debía de ser muy chocante para una parte del público esa intensa y liberal presencia de lo sexual. Sobre todo ciertas confesiones de infidelidad y de satisfacción del placer por el placer.En el otro extremo del rango de caracteres, Deborah Kerr es el ejemplo de la templanza, de la comprensión que no juzga y de la serenidad alcanzada como una luz al final de un túnel en penumbras del que se logró salir. La dibujante trotamundos que lleva consigo su hogar, acompañada por su longevo abuelo poeta, es algo así como un elemento pacificador, catalizador de las violentas pasiones que rondan por unos entornos tropicales de elevada temperatura emocional. La bellísima culminación del poema del casi centenario soñador viene a traer paz y reconciliación a un rincón que estaba muy necesitado de ellas.Demonios traviesos y destructivos pinchando almas sin rumbo, almas que persiguen un trozo de calma y de plenitud poco probables, o que se empapan de la singularidad de esta especie que somos nosotros, en un viaje sin retorno hacia el final de la cuerda.
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