viernes, 13 de mayo de 2011

55 días en Pekín



Estamos ante un verdadero portento de película, un de los últimos trabajos de Nicholas Ray en una de las mejores superproducciones de la historia del cine. Es una película atractiva y mucho más interesante ahora que en su época, una película que se ve con mucha alegría y que se asiste a todo un espectáculo cada vez que se ve. Es de una frescura especial.Es destacable en muchos aspectos, pero principalmente la dirección artística y los decorados. Fue uno de los decorados más grandes que se han hecho; Pekín, la muralla... Unos decorados maravillosos. Desacatar también la brillantez de los diálogos que son todos muy acertados. Y por supuesto las interpretaciones, empezando por David Niven, haciendo gala, aquí más que nunca, de esa diplomacia innata. A Charlton Heston que estaba en su cima, en su mejor etapa. Y también a la gran Ava Gardner, quien estaba en su etapa de decadencia y de afición al alcohol.Pero en lo que más destacó esta película fue por su dirección. Fue un rodaje tan complicado que llegó un momento en el que ya no se sabía quien estaba dirigiendo realmente, ya que en los tres meses que duró el rodaje Nicholas Ray rectificaba día a día todo el guión, cosa que enfurecía mucho a Heston. Y a esto se unió la ausencia del propio director por un par de semanas enfermo, ante lo cual el equipo técnico rodó lo que faltaba del metraje, dándole a algunas escenas un sentido épico que no correspondía con la intención del director. Pero sin ninguna duda se nota mucho la marca, el sello de Nicholas Ray en los momentos más intimistas, en los más personales. No hay que olvidar que fue Ray quien más influyó en la nouvelle back francesa, y ese sello siempre se nota en determinadas escenas.En definitiva estamos ante una película fecunda, con una fuerza extraordinaria y que trata sobre la diplomacia, tiene toda una lectura política de lo más actual. El tema de las naciones unidad, el tema de permanecer en un país sin saber mucho cuales son las intenciones que se esconden detrás, el tema de los “extranjeros” invasores, el tema de la diplomacia, del diálogo... Y luego también reflexiona sobre las relaciones humana, sobre la amistad, la envidia, el amor... Es un verdadero espectáculo imprescindible.

jueves, 12 de mayo de 2011

La noche de la iguana


Tennessee era de lo mejor que ha dado el género teatral. Un genio que, como esas almas errantes que aparecen en sus obras y que no son otra cosa que reflejos de sí mismo, llegaba todo lo lejos que su cuerda le permitía. Todos somos como esa iguana atada, que no puede andar más allá del extremo de la cuerda que la retiene. A menos que Dios juegue a ser Dios y la libere.Los elementos comunes que nunca faltaban en un pulsante drama de Williams eran el calor tórrido, la adicción a la sustancias que proporcionan evasión (el alcohol sobre todo) y los espíritus alborotados y en continua búsqueda. El dramaturgo se retrataba, pedazo aquí pedazo allá, con recurrente insistencia y con una sagaz, irónica, despiadada y agridulce introspección.El gran artista consumido por sus diablos interiores resultó ser uno de los más lúcidos visionarios del dolor humano.Una obra de la magnitud de “La noche de la iguana” significaba un desafío nada nimio para quien se interesara en llevarla al cine. Williams era un reto espléndido para cualquier director que soñara con aunar literatura y cine en una fusión gloriosa. Otros ya habían ofrecido su admirado tributo al insigne dramaturgo con rendido respeto a la esencia de sus creaciones, como Elia Kazan (“Un tranvía llamado deseo”), Joseph L. Mankiewicz (“De repente, el último verano”) o Richard Brooks (“La gata sobre el tejado de zinc”).Huston también se atrevió a hincarle el diente. Sabía que debería estar a la altura. Y lo estuvo. Vaya si lo estuvo. Su película es de lleno el universo Tennessee. Y nos atrae a él como la serpiente es atraída por la flauta del encantador.Para comenzar con los puntos fuertes, tenemos ante nosotros una fotografía de lujo. Un blanco y negro límpido y osado, tan mórbido como poético, tan exuberante como casi ascético. Un objetivo atrevido, descarado, franco, que sabe cuándo coger el toro por los cuernos y cuándo entrar en la sutileza y en la discreción. Y para seguir con los elogios, está un Richard Burton que clava al descreído reverendo Shannon con toda la ácida comicidad de un personaje a medio camino entre las dudas de fe, la autodestrucción y el gusto por los placeres mundanos. Con esos matices de humor del fracasado que opta por reírse de su sombra, Shannon es el antihéroe desaliñado de mente y de cuerpo, que destila un magnetismo casi animal, rotundo. Una muy lograda caracterización para un personaje medio derrotado, medio vividor que no puede sustraerse a la belleza, ni a las tretas hábiles del escape que se halla en el fondo de una botella.

Ava Gardner, otra emblemática figura, derrocha una femineidad salvaje, una sexualidad vehemente y madura, sin medias tintas. Ya imagino las voces que se elevarían por parte de los sectores más puritanos de la crítica, pues se afrontan los impulsos de la libido sin ñoñerías, y lo más sorpendente: sin mostrar más escenas subidas de tono que unos besos robados entre una chica ligera de cascos y Burton, y un fugaz baño de mar de Ava con dos muchachos, insinuando claramente un “ménage à trois”. Debía de ser muy chocante para una parte del público esa intensa y liberal presencia de lo sexual. Sobre todo ciertas confesiones de infidelidad y de satisfacción del placer por el placer.En el otro extremo del rango de caracteres, Deborah Kerr es el ejemplo de la templanza, de la comprensión que no juzga y de la serenidad alcanzada como una luz al final de un túnel en penumbras del que se logró salir. La dibujante trotamundos que lleva consigo su hogar, acompañada por su longevo abuelo poeta, es algo así como un elemento pacificador, catalizador de las violentas pasiones que rondan por unos entornos tropicales de elevada temperatura emocional. La bellísima culminación del poema del casi centenario soñador viene a traer paz y reconciliación a un rincón que estaba muy necesitado de ellas.Demonios traviesos y destructivos pinchando almas sin rumbo, almas que persiguen un trozo de calma y de plenitud poco probables, o que se empapan de la singularidad de esta especie que somos nosotros, en un viaje sin retorno hacia el final de la cuerda.


miércoles, 11 de mayo de 2011

Las nieves del Kilimanjaro



El technicolor de los 50, las bandas sonoras legendarias, aquellos títulos de crédito de las épicas historias de aventuras que siempre encabezaban las de piratas son ingredientes, todos aderezados en esta cinta poco digerible protagonizada por una pareja mítica del cine dorado: Ava Gadner y Gregory Peck. ¿Qué ocurre con esta obra basada en la novela de Hemingway que, sirviéndose de todos aquellos referentes sólo pasó con más pena que gloria por las pantallas? Un escritor, con mucho del propio Ernest y alma derrotista, cínico e irónico (papel que por cierto, poco va con Peck), se lamenta de su mala vida entre delirios, hienas y buitres, mientras se le gangrena la pierna tendido sobre una hamaca en la sabana africana y su abnegada esposa, (Susan Hayward, la mujer “segundo plato”) intenta arrancarle los dolores de alma y cuerpo. En su estado febril, Peck, recuerda a Ava Gadner: en París, de cacería, en una corrida de toros, (este Hemingway...) y hasta en la Guerra Civil Española. Peck pierde el norte. Antaño, anhelaba liarse la manta a la cabeza y ponerse el mundo por montera a la caza de vivencias para liberar su prosa carente de inspiración. De ahí que arrastre a Ava a África, a los San Fermines y hasta quizás, a la guerra del Líbano. Pero nuestro escritor frustrado se extravía, igual que ocurriera con el leopardo que se pierde en las laderas del Kilimanjaro. En uno de sus últimos intentos, confiesa a su anciano tío: “Fui de caza una vez, a España en busca del Santo Grial. Pero me lo rompieron”. Bien. Buen guión. ¿Por qué Henry King se lo carga? De principio a fin, se obceca en insertar imágenes que parecen extraídas de los archivos descartados del National Geographic, posando la cámara sobre el Kilimanjaro y luego intentando ligar torpemente planos a vista de pájaro con las cacerías filmadas en estudio y mezcladas con imágenes documentales de lamentable calidad. Las escenas selváticas entran con calzador en los delirios de Peck. Gadner debió rodar al mismo tiempo Mogambo. Sus pintas con chaleco de camuflaje (pertrechados con cuarenta bolsillos) son las mismas que en la película de Ford. No contento con desubicarnos en este batiburrillo de escenarios poco reales, King nos traslada, a lo loco, a París, a Madrid, a la Costa Azul... Todo para recrear los amoríos de Gregory, que por fin, se tropieza con la Hayward.


Moraleja: Al final, los segundos platos pueden ser los mejores y las mosquitas muertas, las leonas que espanten a las hienas.


Aún así, Henry King fue el encargado de llevar a cabo uno de los grandes clásicos del cine, el cual ha perdurado al paso de los años.Para mí lo más destacable de todo es el impresionante guión, el cual narra una historia dura. Plantea un personaje, el cual es inculcado desde niño a cazar; ya sean animales o mujeres. Este personaje solo busca dirigir un odio interno intentando saciar su sed buscando nuevas conquistas, y cuando tiene una nueva mujer; busca animales que sufran ya sea cazando en África o viendo corridas de toros en Madrid. Es un personaje egoísta, que solo desea su propia felicidad sin pensar en el sufrimiento de los demás; de ahí el ver sufrir a los animales, ya que el sufrimiento que muere bajo la piel del rinoceronte o del toro, es el sufrimiento que no quiere tener él. No obstante se enamora, y esa búsqueda de su único amor será su mayor objetivo.La historia es muy atrayante, y la película tiene escenas muy bien rodadas como los momentos de la guerra civil española. Aun así en ningún momento llega a ser brillante como pueden ser otros clásicos de la época. Y es una verdadera pena porque el material era muy bueno, y se contaba con dos grandes actores del momento.En fin, una gran historia con momentos buenos, pero que siempre se encuentra en un mismo nivel sin llegar a despegar y hacer que el espectador se sienta atraído por esas nieves del Kilimanjaro y ese leopardo que se encuentra muerto en él.


domingo, 8 de mayo de 2011

Entre el sueño y el delirio, Ava Gardner



Es extraño que una película repleta de errores, algunos de bulto, que flirtea con el ridículo en demasiados momentos, sea también un filme fascinante, con instantes mágicos e imágenes capaces de sobrevivir al alud visual de la época. La condesa descalza es uno de esos escasos títulos gracias a dos cosas: a la veracidad que Mankiewicz y Bogart han conseguido insuflairle al personaje de Harry Dawes y a la presencia magnética y perturbadora de Ava Gardner, la más bella cenicienta jamás soñada.



Harry Dawes es un director y guionista del viejo Hollywood, un contemporáneo de Gregory La Cava, uno de esos nombres que muy pocos recuerdan -la acción transcurre en 1.953, mucho antes de que los chicos de Cahiers nos convencieran de que debíamos prestar más atención a los cineastas que a las estrellas o a las empresas, que eran esos hombres sin rostro que firmaban en último lugar los verdaderos responsables del glamour de héroes e historias-



Para su suerte, una de esas memorias excepcionales es la de María Vargas, la exótica bailarina de flamenco interpretada por Ava Gardner, personaje vagamente inspirado en Rita Hayworth, que compartía con el personaje protagonista su origen español, carrera meteórica y boda con un noble. Ese Harry Dawes es, a su vez, el otro yo del propio Mankiewicz, un director siempre preocupado por las relaciones entre la realidad y su representación. En La condesa descalza se parte de la idea de que el cine aporta una mirada especial sobre todo, una mirada que embellece, pero que también corrompe. La imagen, explícita desde el título a los diálogos, pasando por multitud de planos, es la del cuento de La Cenicienta, la chica pobre que vive en un mundo de sueños, acosada por una madre bruja y el miedo a la miseria y la soledad.

En su idealización del destino también tienen cabida los príncipes que se enamoran de ella por que es la más bella del baile.Perroo el príncipe es impotente -el Hollywood de 1954 prefería castrar a los machos antes que admitir su homosexualidad- y ella, a pesar de los sueños, nunca ha podido enterrar sus orígenes gitanos, los que impiden que su cuerpo quede satisfecho con delicados besos en la mano.


La condesa descalza
Director, productor y guionista: Joseph L. Mankiewicz.


Intérpretes: Ava Gardner, Humphrey Bogart, Edmond O'Brien, Marius Goring, Rosanno Brazzi, Valentina Cortese, Elizabeth Sellars, Warren Stevens.


Año 1954








domingo, 1 de mayo de 2011

LA PEQUEÑEZ DEL JUGADOR


LA PEQUEÑEZ DEL JUGADOR Y SU INTENTO DE REBELIÓN ANTE EL ESQUIVO AZAR. Así podríamos definir esta obra de la firma del director germano Robert Siodmak, que siempre fue un seguro de calidad, incluso en una película como esta, que no satisfizo demasiado al propio director al menos en lo que al guión se refiere.


Se trata de una adaptación de la novela del escritor ruso Fedor Dostoievsky, El Jugador, que contó con un reparto muy interesante, nada menos que Ava Gardner, Gregory Peck, Agnes Moorehead, Ethel Barrymore y Melvyn Douglas. Como verán, cinco magníficos de la escena. La música y la fotografía son excelentes. Pero, curiosamente el film no tuvo el éxito esperado. ¿Porqué? Es difícil decirlo. Tal vez el guión no mantuvo la fuerza de la novela original y probablemente eso fue lo que no acabó de convencer a Siodmak. Ó tal vez un cierto tono dulzón y acaramelado que resta crudeza a la película.Porque tanto de la novela, muy autobiográfica de Dostoievsky, como de la película, lo que queda como moralina ó moraleja es el peligro de la adicción al juego.


La ludopatía como enfermedad de la mente. La pequeñez del jugador y su intento de rebelión ante el esquivo azar. La historia de amor tal vez reste impacto al film. Pero aun así es una película francamente interesante con un gran actor como Peck y una gran mujer, bella entre las bellas, como Ava Gardner, que además de por sus evidentes dotes femeninas me ha convencido por sus dotes interpretativas.Y sería injusto olvidarse de las otras dos grandes damas, Barrymore y Moorehead. El papel de la segunda es breve y no muy relevante pero con todo y eso, dejan su impronta en todo lo que hacen y siempre es un lujo ver una película en la que intervengan.




Ava Gardner y Gregory Peck, dos grandes entre los grandes del cine, comenzaron sus carreras a mediados de los cuarenta. Es extraño que, contando con la presencia de ambos, esta película sea casi una absoluta desconocida. Sin embargo esconde un gran interés, ya que aborda un tema nunca antes mostrado en la gran pantalla: la ludopatía. Siodmak fue valiente al tratar esta enfermedad como tal, ya que la gran mayoría de la sociedad de la época ni siquiera sabía lo que significaba dicha palabra. El director trata con crudeza y valentía las terribles consecuencas de quienes la sufren, sin tabúes ni rodeos.Gregory Peck demuestra su versatilidad con una excelente interpretación dramática, y la Gardner supone el complemento perfecto, tanto por su belleza como por su solvencia ante las cámaras.


El Gran Pecador (The Great Sinner - 1949) es una joya injustamente olvidada.